Thursday, June 21, 2018

Leandro Fernández de Moratín

El comediante nuevo

Don Leandro Fernández de Moratín murió en París el 21 de junio de 1828. Había nacido en Madrid el 10 de marzo de 1760, hijo de don Nicolás y, como escribió en su Elegía a las Musas, fue

no indigno sucesor de nombre ilustre.

En su juventud fue aprendiz de joyero; viajó por varios países de Europa y, protegido de Godoy, fue nombrado secretario de Interpretación de Lenguas y director de teatros. A los cuatro años quedó muy picado de viruelas; a esto se atribuyó lo tímido y receloso de su carácter. Polemizó agriamente con otros intelectuales (que entonces aún no se autodenominaban así), combatió nuestra tradición teatral y ridiculizó cuanto juzgó ridículo. En la guerra del francés tomó partido por el bando invasor y manchó su pluma con indignos cantos en alabanza de sus matanzas. Al acabar la guerra pudo permanecer en España; y entre España y Francia fue viviendo hasta que al fin murió en París a los sesenta y ocho años de su edad.

Don Leandro es la figura intelectual más destacada de su tiempo. Culto en varios idiomas y perfecto conocedor del suyo, es recordado sobre todo por un par de comedias neoclásicas, las únicas que de aquella escuela han sobrevivido y aún se editan y representan. También escribió diversas Memorias eruditas y, en lo que aquí nos interesa, un número no despreciable de poemas. Ingenioso y mordaz, adaptó algunos viejos epigramas clásicos y aún añadió unos cuantos al acervo de la sonrisa. Sus obras pueden encontrarse aquí, amorosamente editadas —junto con las de su padre— por Buenaventura Carlos Aribau.



A un mal bicho

¿Veis esa repugnante creatura,

chato, pelón, sin dientes, estevado,

gangoso, y sucio, y tuerto, y jorobado?

Pues lo mejor que tiene es la figura.



A Pedancio

Pedancio, a los botarates

que te ayudan en tus obras,

no los mimes ni los trates;

tú te bastas y te sobras

para escribir disparates.



Al mismo

Tu crítica majadera

de los dramas que escribí,

Pedancio, poco me altera;

mas pesadumbre tuviera

si te gustaran a ti.



A un autor silbado

—Cayó a silbidos mi Filomena...

—¡Solemne tunda llevaste ayer!

—Cuando se imprima verán que es buena.

—¿Y qué cristiano la ha de leer?



A un escritor

En un cartelón leí

que tu obrilla baladí

la vende Navamorcuende.

No ha de decir que la vende,

sino que la tiene allí.



A un crítico

Pobre Geroncio, a mi ver

tu locura es singular:

¿quién te mete a censurar

lo que no sabes leer?



A un comerciante

Si al decorar tus salones,

Fanio, a Mercurio prefieres,

tienes a fe mil razones:

que es dios de los mercaderes,

y también de los ladrones.



A Lesbia, modista

Lesbia, tú que a las bonitas

añadir adornos puedes,

como a todas las excedes,

de ninguno necesitas.



Cuentas de Eliodora, saltatriz

—Siete duros al mes de peluquero;

para calzarme nueve; las criadas,

que necesito dos, no están pagadas,

si no les doy cien reales en dinero.

Diez duros al bribón de mi casero;

telas, plumas, caireles, arracadas,

blondas, medias, hechuras y puntadas

de madama Burlet, y del platero...

noventa duros, poco más. —Noventa,

diez, siete, nueve, cinco... ¿Y la comida?

—Yo la quiero pagar, y somos cuatro.

—¿Y esto en un mes? —Si a usted no le contenta...

—Sí, calla, bien. ¡Hermosa de mi vida!

¡Ay del que tiene amor en el teatro!



El coche en venta

Quiero contarte

que Don Miguel,

aquel pesado

que viste ayer,

me está moliendo

más ha de un mes,

sin ser posible

zafarme de él,

para que compre

(mal haya, amén)

sus dos candongas

y su cupé.

Esta mañana

salí a las diez

a ver a Clori

(no lo acerté);

horas menguadas

debe de haber.

Íbame aprisa

hacia la Red

y en una esquina

me lo encontré.

Fueron sin duda

cosa de ver

las artimañas,

la pesadez,

los argumentos

que toleré,

el martilleo

de somatén,

y las mentiras

de tres en tres.

—Y, no hay remedio,

ello ha de ser

porque, amiguito,

mirado bien

sale de balde,

parece inglés;

la caja es cosa

digna de un rey,

¡qué bien colgada!

¡Qué solidez!

Otra más cuca

no la veréis.

Pues ¿y las mulas?

Yo las compré

muy bien pagadas

en Aranjuez,

y a los dos meses

llegó a ofrecer

el marquesito

de Mirabel,

(sobre la suma

que yo solté)

catorce duros

para beber,

a un chalán cojo

aragonés,

que vive al lado

de la Merced.

Son dos alhajas;

no hay que temer,

fuertes, seguras,

de buena ley.

Con que Domingo

puede a las seis

ir a mi casa:

yo os dejaré

las señas... Pero...

¿Tenéis papel?

—No tengo nada,

ni es menester:

dejadme vivo

sayón cruel.

Si ya os he dicho

que no gastéis

saliva y tiempo.

Si no ha de ser.

Si por no hallaros

segunda vez,

solo, sin capa,

me fuera a pie,

hasta la turca

Jerusalén.—

¿Y te parece

que le ahuyente?

Nunca un pelmazo

llega a entender,

lo que no cuadra

con su interés.

Quise cansarle;

me equivoqué.

Sigo mi trote,

sigue también,

suelto de lengua,

ágil de pies;

siempre a la oreja

como un lebrel.

Lloviendo estaba

y a buen llover:

calles y plazas

atravesé,

charcos, arroyos...

Voy a torcer

por la bajada

de San Ginés,

hallo un entierro

de mucho tren;

muerto y parientes

atropellé.

Él, por seguirme,

dio tal vaivén

a un monaguillo,

que sin poder

valerse al suelo

cayó con él.

Tal del pobrete

la rabia fue,

tal cachetina

siguió después,

que malferido,

zurrado bien,

allí entre el lodo

me lo dejé.