El comediante nuevo
Don Leandro Fernández de Moratín murió en París el 21 de junio de 1828. Había nacido en Madrid el 10 de marzo de 1760, hijo de don Nicolás y, como escribió en su Elegía a las Musas, fue
no indigno sucesor de nombre ilustre.
En su juventud fue aprendiz de joyero; viajó por varios países de Europa y, protegido de Godoy, fue nombrado secretario de Interpretación de Lenguas y director de teatros. A los cuatro años quedó muy picado de viruelas; a esto se atribuyó lo tímido y receloso de su carácter. Polemizó agriamente con otros intelectuales (que entonces aún no se autodenominaban así), combatió nuestra tradición teatral y ridiculizó cuanto juzgó ridículo. En la guerra del francés tomó partido por el bando invasor y manchó su pluma con indignos cantos en alabanza de sus matanzas. Al acabar la guerra pudo permanecer en España; y entre España y Francia fue viviendo hasta que al fin murió en París a los sesenta y ocho años de su edad.
Don Leandro es la figura intelectual más destacada de su tiempo. Culto en varios idiomas y perfecto conocedor del suyo, es recordado sobre todo por un par de comedias neoclásicas, las únicas que de aquella escuela han sobrevivido y aún se editan y representan. También escribió diversas Memorias eruditas y, en lo que aquí nos interesa, un número no despreciable de poemas. Ingenioso y mordaz, adaptó algunos viejos epigramas clásicos y aún añadió unos cuantos al acervo de la sonrisa. Sus obras pueden encontrarse aquí, amorosamente editadas —junto con las de su padre— por Buenaventura Carlos Aribau.
A un mal bicho
¿Veis esa repugnante creatura,
chato, pelón, sin dientes, estevado,
gangoso, y sucio, y tuerto, y jorobado?
Pues lo mejor que tiene es la figura.
A Pedancio
Pedancio, a los botarates
que te ayudan en tus obras,
no los mimes ni los trates;
tú te bastas y te sobras
para escribir disparates.
Al mismo
Tu crítica majadera
de los dramas que escribí,
Pedancio, poco me altera;
mas pesadumbre tuviera
si te gustaran a ti.
A un autor silbado
—Cayó a silbidos mi Filomena...
—¡Solemne tunda llevaste ayer!
—Cuando se imprima verán que es buena.
—¿Y qué cristiano la ha de leer?
A un escritor
En un cartelón leí
que tu obrilla baladí
la vende Navamorcuende.
No ha de decir que la vende,
sino que la tiene allí.
A un crítico
Pobre Geroncio, a mi ver
tu locura es singular:
¿quién te mete a censurar
lo que no sabes leer?
A un comerciante
Si al decorar tus salones,
Fanio, a Mercurio prefieres,
tienes a fe mil razones:
que es dios de los mercaderes,
y también de los ladrones.
A Lesbia, modista
Lesbia, tú que a las bonitas
añadir adornos puedes,
como a todas las excedes,
de ninguno necesitas.
Cuentas de Eliodora, saltatriz
—Siete duros al mes de peluquero;
para calzarme nueve; las criadas,
que necesito dos, no están pagadas,
si no les doy cien reales en dinero.
Diez duros al bribón de mi casero;
telas, plumas, caireles, arracadas,
blondas, medias, hechuras y puntadas
de madama Burlet, y del platero...
noventa duros, poco más. —Noventa,
diez, siete, nueve, cinco... ¿Y la comida?
—Yo la quiero pagar, y somos cuatro.
—¿Y esto en un mes? —Si a usted no le contenta...
—Sí, calla, bien. ¡Hermosa de mi vida!
¡Ay del que tiene amor en el teatro!
El coche en venta
Quiero contarte
que Don Miguel,
aquel pesado
que viste ayer,
me está moliendo
más ha de un mes,
sin ser posible
zafarme de él,
para que compre
(mal haya, amén)
sus dos candongas
y su cupé.
Esta mañana
salí a las diez
a ver a Clori
(no lo acerté);
horas menguadas
debe de haber.
Íbame aprisa
hacia la Red
y en una esquina
me lo encontré.
Fueron sin duda
cosa de ver
las artimañas,
la pesadez,
los argumentos
que toleré,
el martilleo
de somatén,
y las mentiras
de tres en tres.
—Y, no hay remedio,
ello ha de ser
porque, amiguito,
mirado bien
sale de balde,
parece inglés;
la caja es cosa
digna de un rey,
¡qué bien colgada!
¡Qué solidez!
Otra más cuca
no la veréis.
Pues ¿y las mulas?
Yo las compré
muy bien pagadas
en Aranjuez,
y a los dos meses
llegó a ofrecer
el marquesito
de Mirabel,
(sobre la suma
que yo solté)
catorce duros
para beber,
a un chalán cojo
aragonés,
que vive al lado
de la Merced.
Son dos alhajas;
no hay que temer,
fuertes, seguras,
de buena ley.
Con que Domingo
puede a las seis
ir a mi casa:
yo os dejaré
las señas... Pero...
¿Tenéis papel?
—No tengo nada,
ni es menester:
dejadme vivo
sayón cruel.
Si ya os he dicho
que no gastéis
saliva y tiempo.
Si no ha de ser.
Si por no hallaros
segunda vez,
solo, sin capa,
me fuera a pie,
hasta la turca
Jerusalén.—
¿Y te parece
que le ahuyente?
Nunca un pelmazo
llega a entender,
lo que no cuadra
con su interés.
Quise cansarle;
me equivoqué.
Sigo mi trote,
sigue también,
suelto de lengua,
ágil de pies;
siempre a la oreja
como un lebrel.
Lloviendo estaba
y a buen llover:
calles y plazas
atravesé,
charcos, arroyos...
Voy a torcer
por la bajada
de San Ginés,
hallo un entierro
de mucho tren;
muerto y parientes
atropellé.
Él, por seguirme,
dio tal vaivén
a un monaguillo,
que sin poder
valerse al suelo
cayó con él.
Tal del pobrete
la rabia fue,
tal cachetina
siguió después,
que malferido,
zurrado bien,
allí entre el lodo
me lo dejé.
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